El emperador es consciente de que a esas alturas del sitio y con tanta sangre derramada por ambas partes, ambos, él y Mehmed, están luchando no ya solo por la ciudad de Constantino, sino por su Imperio y por su propia vida. En el campamento otomano hace semanas que se cuestiona la conveniencia de seguir con un asedio que continua ya casi dos inmisericordiosos meses. Demasiados han sido los intentos musulmanes de tomar Constantinopla, la anhelada Manzana Roja en la tradición islámica, desde casi los tiempos del Profeta. Y siempre han acabado en terribles derrotas para las armas del islam. Mehmed sabe que si su moderno ejército es incapaz de tomar Constantinopla, su reinado será breve. El próximo asalto, independientemente de quién lo gane, será el último, pues los dos bandos han llegado ya al límite físico de sus fuerzas y recursos. Los otomanos han traído consigo bombardas capaces de derruir unas seculares murallas terrestres que jamás han cedido al asalto, pero que, ante los embates de esta nueva arma, derrumban lienzos de la fortificación que un día fue la joya de la poliorcética del mundo antiguo, invicta durante todo el medievo[1]. Ya nada será igual. Fortalezas tenidas durante siglos por inexpugnables caerán en pocas horas.
También la posición del basileo es en extremo precaria. Constantino XI ha heredado de su hermano Juan VIII un imperio milenario que, en la práctica, se reduce a una destartalada ciudad-Estado y a un puñado de pequeñas posesiones, repartidas entre el mar Negro y la Morea[2]. Irónicamente, la Roma del Oriente se ha ido empequeñeciendo a lo largo de los siglos hasta devenir en algo parecido a su ser original: una polis clásica griega. Muy lejos quedan los días en los que el Imperio se extendía a caballo de tres continentes, desde la lejana Hispania, Italia, Grecia y Macedonia, atravesando toda la antigua África romana; hasta la rica Mesopotamia y Asia Menor. A mediados del siglo XV, Constantinopla está conformada por una serie de barrios amurallados, desperdigados entre campos de cultivo e impresionantes monumentos y ruinas, testigos de un poderío ya muy lejano. Además, las arcas del Estado padecen un déficit crónico pues el comercio está en manos de Venecia y Génova. Inquietantes y forzosos compañeros de cama, que representan a la vez un don y una maldición para Constantinopla pues, mientras que con su actividad mercantil pulverizan las cuentas imperiales; del mismo modo, salvaguardan con sus potentes flotas navales lo poco que queda en manos cristianas de un Oriente, que se ha ido convirtiendo en un creciente océano turco.
A la disputa económica se suma la doctrinal, pues hace siglos que la cristiandad se ha escindido en dos grandes familias[3] muy mal avenidas: católicos occidentales de rito latino y obediencia al papa de Roma; y ortodoxos orientales de rito griego y obediencia al patriarca de Constantinopla. Sorprendentemente, las cruzadas que, en teoría, deberían haber unido a ambos hemisferios cristianos en la lucha contra el islam, solo sirvieron en la práctica para ahondar en las diferencias entre latinos y griegos, católicos y ortodoxos, francos y romanos. Llegándose al paroxismo en la cuarta cruzada, en principio encaminada a la conquista de Egipto, en la que los cruzados tomaron Constantinopla al asalto, troceando y repartiéndose los aún suculentos despojos del Imperio romano del Oriente (ver Los asedios de Constantinopla 1203-1204 en Antigua y Medieval n.º4: Los sitios de Constantinopla). Tampoco ayuda a paliar esta situación el hecho de que los latinos, sabedores que los griegos están aislados y muy debilitados, han impuesto la sumisión de la Iglesia ortodoxa a la católica como requisito sine qua non para recibir ayuda militar de los cristianos de Occidente. La población de Bizancio, arruinada aunque orgullosa, se aferra a su tradición y a su rito eclesiástico como único bálsamo ante un panorama apocalíptico, en el que tienen que escoger entre la mitra del papa o el turbante turco. Por lo tanto, siglos de rencor, desconfianza mutua, xenofobia y virulentos estallidos periódicos de violencia generalizada, contribuyen a que las relaciones entre griegos y latinos sean lamentablemente tensas.
Para colmo de males, la propia legitimidad del emperador está discutida. Cuando el futuro Constantino XI tuvo conocimiento de la muerte del soberano Juan VIII se encontraba en Mistra, ejerciendo como déspota o gobernador de la Morea, por lo que no pudo ser coronado adecuadamente como basileo[4] por el patriarca de Constantinopla en Santa Sofía, la fabulosa y casi milenaria iglesia construida por Justiniano el Grande, vulnerando gravemente la tradición. Además, Constantino XI ascendió a la púrpura siendo plenamente consciente de que si no conseguía ayuda de sus teóricos correligionarios de fe occidentales, la pérdida inminente del Imperio estaba asegurada. Por eso, decidió apostar por apoyar la unión de las iglesias pese a ser sabedor que, merced a este vasallaje católico, se granjearía el desprecio, cuando no la abierta hostilidad, de buena parte de la nobleza, el clero y el proletariado del Imperio. Pocos son los occidentales que han acudido a la desesperada petición de auxilio del hijo pródigo griego. Destacan sobremanera dos figuras, el genovés Giovanni Giustiniani, soldado profesional perito en la guerra de asedio, que a cargo de cuatrocientos soldados occidentales va a sostener la defensa de las murallas terrestres en el valle del Lico, la zona más expuesta; y don Francisco de Toledo, noble castellano de oscuros orígenes que, con el pretexto de estar presuntamente emparentado con los Paleólogos, va a ser admitido en la corte del basileo por su decidido arrojo y valentía en el combate.
Para dar fin a nuestra historia, regresemos a la cima de la torre Caligaria. Dos figuras inmóviles contemplan como hipnotizadas el panorama que se muestra a sus ojos. Una fría brisa estremece el cuerpo del emperador, apenas un leve temblor disimulado por la escasa luz. Constantino XI reflexiona que, en las últimas semanas, incluso la climatología parece jugar en contra de la Ciudad de Dios, pues numerosos han sido los fenómenos inquietantes que parecen anunciar el Fin del Mundo: nieblas capaces de amortiguar todo tipo de sonidos, extrañas luces en el cielo, repentinas trombas de agua que arrasan todo a su paso, etc.; hasta la luna, milenario símbolo de Bizancio[5], parece estar del lado turco, adoptando inexplicablemente durante unas horas su forma creciente, emblema del sultán. Una mezcla de amarga melancolía y cansancio infinito recaen sobre sus hombros. Lleva casi medio siglo intentando revertir la postración terminal de su patria, pues intentó (y casi logró) implantar un retoño bizantino en la Morea y en la propia Grecia, enviudó reiteradamente y ni siquiera cuenta con un heredero que de continuidad a la discutida trayectoria de los Paleólogos, viendo su ascenso al trono discutido por sus hermanos. Tampoco es señor en su propia casa, pues es la odiada bandera de San Marcos y no el águila bicéfala romana, la que enseñorea el palacio de Blanquerna. Dejémosle perdido en sus ensoñaciones, rumiando la defensa del asalto que se avecina, escoltado por su amigo Jorge Frantzés, del que pronto tendrá que despedirse tal vez para siempre, pues estamos en el anochecer del lunes 28 de mayo de 1453. Constantinopla, deslumbrante capital de un Imperio milenario, herencia de las instituciones romanas, la filosofía griega y del cristianismo, afronta su hora decisiva. Nadie sabe qué traerá la luz del próximo día. Lo único seguro es que, para bien o para mal, mañana todo habrá acabado.
Bibliografía
- Crowley, R. (2005). Constantinopla 1453. El último gran asedio. Barcelona, España: Ático de los libros.
- Emecen, F. M. (2011). «1453: La caída de Constantinopla» en Desperta Ferro Antigua y medieval n.º 4, pp. 44-51.
Notas
[1] Recordemos que los cruzados en 1204 tomaron Constantinopla al asalto desde las murallas marítimas del Cuerno de Oro.
[2] La península del Peloponeso era conocida como Morea en la Edad Media por su característica forma de hoja de morera.
[3] En concreto, el Cisma de Oriente se produjo en 1054. Pese a que las diferencias entre los ritos latino y griego se habían ido agrandando con el discurrir de los siglos, una de las cuestiones doctrinales que posibilitó el Cisma fue la inclusión de la clausula: “Filioque” en el credo. Es decir, según la doctrina católica la tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, emanaba del Padre y del Hijo. Adición latina tenida por herética por los ortodoxos griegos.
[4] Los basileos de Bizancio ostentaban la nomenclatura oficial de: “Emperador verdadero en Cristo y autócrata de los romanos”. Título tan bello como vacío de contenido.
[5] Cuenta una antigua leyenda que la polis griega de Bizancio se vio salvada milagrosamente de un ataque nocturno de las tropas de Filipo II de Macedonia, padre de Alejandro Magno, ya que el cielo se despejó de nubes y, a la luz de la media luna, los bizantinos fueron conscientes del ataque y lo repelieron. Desde entonces, los agradecidos bizantinos adoptaron esa media luna salvadora como su emblema.
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